TRAGEDIA NOCTURNA



      Pensaba en vos mientras observaba el oscuro paisaje a través de la ventana. El pacífico ruido del mar llegaba hasta mis oídos, una marea invisible tapada por la alunar noche. El horizonte era indistinguible en esa negrura nocturna y tanto mar como cielo se unían en el invisible panorama. El “destino” me había traído hasta acá o vos, o yo, no sé. Mi opinión sobre el tema sigue indefinida como el horizonte y como mis sentimientos (o como los tuyos). Nunca sé nada, la indecisión me nubla como la densa bruma que copa las calles los fríos días de invierno a las seis de la mañana. Difusa, me encuentro en la habitación de un humilde hostal cuya herrumbrosa cama rechina ante el mínimo movimiento.

Divago, los pensamientos se agolpan en mi cabeza y se esparcen como el vapor de la ducha cuya agua está a punto de hervir cada centímetro de mi piel. No sé quién soy, no sé qué hago acá y por más que lo intente mi mente se ocupa de no ocuparse. A veces pienso que el desinterés me invade y eso causa que me descomponga. Miro a futuro, al final del extenso pasillo de la vida y no veo más que la muerte, eterna oscuridad. Todas las puertas de ese largo corredor están cerradas y las nubes se ciernen sobre mí, no entiendo, desespero, me quedo mirando a la nada, a ese punto fijo del ensimismamiento esperando a que me diga qué hacer, no abro puertas que demoren ese final. Me escandaliza el hecho de no comenzar, de desconocerme, de auto-convencerme de estar viviendo cuando el miedo me paraliza como al pequeño insecto que una hambrienta araña encierra entre sus telas. El desgarrador llanto me llena (como siempre), el miedo al nunca saber, al nunca empezar y el fracaso, el eterno fracaso. Qué hacer, ¿qué hacer? el cuarto está oscuro, como yo. Las ganas de algo se disipan, me recuesto sobre la cama que me acoge todo el día, cada día, desde hace tres largas semanas. Miro el techo y lloro. Lloro por todo, grito sobre la almohada y las únicas fuerzas que me quedan las empleo en patalear y golpear lo que me encuentre en un burdo intento de llevar la auto destrucción al exterior, que el cansancio regrese y se quede con mi decepción, terror y desesperación.

Los minutos pasan y mis ojos se mantienen abiertos, mirando a la nada con las tristes ideas que lentamente se agolpan y llenan la mente como una avenida del centro en hora pico. El típico momento en que la cabeza está a punto de estallar al igual que el ser. Las ganas de volver a juntar cada pedazo de mi cuerpo destrozado no existen y la sensación de molestar a todos los que me rodean me carcome lentamente. El levantarse cada día con el miedo de que alguien más ocupe mi lugar, aquel que siento que perdí. El horror aumenta mientras imagino la soledad que me espera y con mi vida carente de sentido me levanto de la cama, que es la única que chilla ante mi ausencia. Comienza a resultarme imposible parar las voces de mi consciencia, por lo que solo las dejo surgir mientras camino hacia el espejo que rompí momentos atrás, ¿o habrán sido horas?, ¿días tal vez? Quién sabe. Me arrodillo a reflejarme en los pedazos igual de destrozados que yo y la adrenalina hace que se forme un nudo en mi estómago. Sostengo entre mis dedos un fragmento del cristal y me dedico a trazar finas líneas sobre mi brazo desnudo. Este se tiñe rápidamente de un intenso color carmesí, apenas visible por la tenue luz que proviene del baño. Las pulsaciones bajan mientras me recuesto sobre el piso y lo único que me queda pensar es que, al parecer, siempre fui una gran fanática de la tragedia.

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